miércoles, 31 de agosto de 2011

Los libros son para el verano, pero como ya ha terminado, también son para el otoño




El verano se va terminando y, con él, las lecturas placenteras y sin plazos, los libros que se obstinan en traer a casa arena de la playa como recuerdo de la única y última vez que vieron el mar... Este año le ha tocado salir de paseo por las playas gaditanas a dos libros cuya lectura me gustaría recomendar:
El primero de ellos es A sangre y fuego: héroes, bestias y mártires de España. Su autor es un periodista de comienzos del s. XX tan excepcional como olvidado, Manuel Chaves Nogales. El libro lo forma un conjunto de relatos breves en los que la ficción se mezcla con la realidad en el "cálido" ambiente de la Guerra Civil española. El estilo literario de este autor es de un alto nivel. No en vano, los relatos (y eso quizás provoca un desajuste en el lector) rebosan lirismo aun cuando cuentan los pormenores más dolorosos y trágicos de una guerra. Podría decirse que el nexo de unión de estos relatos, que justifica su publicación conjunta en este volumen, es el escenario en el que se desarrollan las diferentes acciones y al mismo tiempo la denuncia de la guerra (en general y en minúscula) y de sus interesados agentes. Parece ser que el autor formó parte de esa tercera España de la que tanto se nos habla últimamente, es decir, de esa parte del país, quizás mayoritaria, que se vio arrollada por un conflicto bélico del que no se sentía causante ni parte protagonista. Interesante, como en toda buena edición, la introducción al texto, que nos acerca un poco más a la biografía del escritor y a su forma de pensar. Pero más interesante aún es el prólogo del libro, que viene a ser un manifiesto sobre el ejercicio del periodismo.

El segundo libro es el que recibió el Premio Planeta 2010, Riña de gatos. Madrid, 1936, de Eduardo Mendoza. Este libro también tiene como telón de fondo la Guerra Civil española, pero con el fin de darle un ambiente real a una historia de ficción que perfectamente pudiera haber encajado, como una pieza, en el gran puzzle de la historia de nuestro país. Desde la cita inicial de Ortega ("Pertenece a la extraña condición humana que toda vida podía haber sido distinta de la que fue"), podemos entrever que la obra pertenece a ese gran género de novelas aportan datos, fechas, personajes y lugares reales para dar vida sobre este contexto a otros personajes y a otras historias que nunca existieron pero que bien podrían haber existido. Por encima de este mérito, criticado por muchos otros, cabe agradecer a Mendoza su ingenio, su capacidad para fabular, su inagotable riqueza léxica (desempolvemos los diccionarios que tenemos en casa) y el habernos regalado un personaje de la talla de Anthony Whitelands, un experto en pintura barroca española, concretamente en Velázquez, que se ve, sin comerlo ni beberlo (se lo come y se lo bebe todo, por cierto), en una encrucijada de caminos y en una coyuntura histórica rocambolesca e irónica. Otra más de este escritor irrepetible. ¿Que el premio estaba concedido de antemano? ¿Que el pseudónimo del autor era su mismo nombre para no despistar al jurado? ¿A quién le importa, excepto a los que competían con él? Nos quedaremos sin saberlo, como nunca sabremos si un individuo inglés pisó suelo español para autenticar un cuadro de Velázquez que la historia también nos robó.